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miércoles, 20 de julio de 2016

AMOR CIEGO (nuevo) V. S. PRITCHETT

AMOR CIEGO (nuevo)  V. S. PRITCHETT
La Bestia Equilátera, Bs As, 2012, 20x13, 288 pp. Tapa blanda con solapas, rustica original de editor, ejemplar sin uso, excelente estado.

Con un talento magistral para el diálogo, y para volver extrañas situaciones en apariencia ordinarias, los cuentos de Amor ciego funcionan como puerta de entrada a la obra del inglés V.S. Pritchett. “Un cuento es algo que se ve de reojo, mientras pasa”. La cita es del inglés Victor Sawdon Pritchett, más conocido como V.S. Pritchett, aunque lo de conocido es, en este caso, relativo: si bien la literatura de Pritchett está muy difundida en Inglaterra y los Estados Unidos, casi no ha sido traducida al español. Nacido en 1900 y muerto en 1997, Pritchett es ya un hombre de otra época. De ese anacronismo da cuenta la definición que de él hizo Paul Theroux y que la contratapa de Amor ciego registra: “El último hombre de letras”. Algo de eso hay en la vida de este escritor autodidacta que dejó la escuela a los quince años para trabajar, viajar y leer todo lo que estuviera a su alcance.
Sus cuentos hicieron siempre un culto de la construcción de situaciones ordinarias hasta el detalle que las vuelve extrañas, y de un oído magistral para el diálogo. Estas características se pueden leer también en los seis cuentos que integran Amor ciego, que pertenecen a distintas etapas de la producción de Pritchett y que siguen dos hilos conductores: son algunos de sus cuentos más celebrados y todos ellos tienen por eje temático el amor (en sus muy distintas formas).
Es cierto que las brechas temporales entre los cuentos pueden hacer algún ruido. Entre “El sentido del humor” y “El santo”, dos de sus primeros relatos en ser reconocidos, y “Amor ciego” o “El regreso” hay una distancia no sólo en extensión (los segundos los triplican en páginas) sino también en complicaciones narrativas (los primeros son mucho más simples). Pero Pritchett siempre cumple con algunas características que le garantizan el éxito. En este sentido, es un justo heredero de la tradición del cuento moderno: aunque no haya giros narrativos ni sorpresas al final, todo detalle está al servicio del enrarecimiento del ambiente y de una historia subterránea que emerge en cuentagotas sobre la superficie del relato. Sin embargo, y a diferencia de varios epígonos de Chéjov, Pritchett se permite otras virtudes: narradores que acotan sin juzgar, buenas dosis de ironía (sobre todo en “La belleza de Camberwell” y “El esqueleto”) y explícitas metáforas descriptivas que se despegan del mero detallismo simbólico.
En “El Santo”, por ejemplo, el narrador recuerda cómo, cuando era adolescente, llevó a pasear en bote al líder de su congregación religiosa, una especie de secta que creía que todo aquello que era malo en el mundo no era sino un engaño de nuestros sentidos. En ese paseo en bote, el hombre cae al río y luego, cuando se acuesta al sol (convencido de que no debe cambiarse la ropa por otra seca, porque la enfermedad y la caída no han existido en realidad) se llena de un polen producido por la humedad de color amarillo. El narrador lo ve entonces como un ser dorado, producto de una alquimia accidental: “El hombre es un santo, pensé. Tan santo como cualquiera de las figuras bañadas en oro de las iglesias de Sicilia”.
Pritchett también maneja con solvencia el factor tiempo, lo que le permite alternar entre escenas del presente narrativo, el pasado y el futuro sin problemas. De esos saltos acotados resultan yuxtaposiciones casi epifánicas. Esto funciona sobre todo en “Amor ciego” (el mejor cuento del libro), un largo relato sobre la relación entre un hombre ciego y millonario y su secretaria, una mujer con una extensa mancha en el torso. Los dos han sido abandonados por sus parejas debido a sus defectos físicos, pero el narrador (en tercera persona), lejos de regodearse en lo morboso de la situación, le da vida a esos defectos en todo su patetismo y en su belleza imposible.
Por un lado, Pritchett enfatiza el hecho común hasta que lo desnaturaliza. Por otro lado, trata aquello que es extraordinario como si fuera evidente. Así, un detalle trivial como que la gente en la calle le abra el paso al hombre ciego se vuelve, en ojos de la secretaria, la primera evidencia de la carencia de su jefe. Y, al revés, que el hombre ciego pueda decir que ella viene de jugar al tenis por su olor (“Huelo pelotas de tenis y césped”) aparece como el dato más normal de todos.

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