AMOR CIEGO (nuevo) V. S. PRITCHETT
La Bestia Equilátera, Bs As, 2012, 20x13, 288 pp. Tapa blanda con
solapas, rustica original de editor, ejemplar sin uso, excelente estado.
Con un talento magistral para el diálogo, y para volver extrañas
situaciones en apariencia ordinarias, los cuentos de Amor ciego funcionan como
puerta de entrada a la obra del inglés V.S. Pritchett. “Un
cuento es algo que se ve de reojo, mientras pasa”. La cita es del inglés Victor
Sawdon Pritchett, más conocido como V.S. Pritchett, aunque lo de conocido es,
en este caso, relativo: si bien la literatura de Pritchett está muy difundida
en Inglaterra y los Estados Unidos, casi no ha sido traducida al español. Nacido en 1900 y muerto en 1997, Pritchett es ya un
hombre de otra época. De ese anacronismo da cuenta la definición que de él hizo
Paul Theroux y que la contratapa de Amor ciego registra: “El último hombre de
letras”. Algo de eso hay en la vida de este escritor autodidacta que dejó la
escuela a los quince años para trabajar, viajar y leer todo lo que estuviera a
su alcance.
Sus cuentos hicieron siempre un culto de la construcción de situaciones
ordinarias hasta el detalle que las vuelve extrañas, y de un oído magistral
para el diálogo. Estas características se
pueden leer también en los seis cuentos que integran Amor ciego, que pertenecen
a distintas etapas de la producción de Pritchett y que siguen dos hilos
conductores: son algunos de sus cuentos más celebrados y todos ellos tienen por
eje temático el amor (en sus muy distintas formas).
Es cierto que las brechas temporales entre los cuentos pueden hacer
algún ruido. Entre “El sentido del humor” y “El santo”, dos de sus primeros
relatos en ser reconocidos, y “Amor ciego” o “El regreso” hay una distancia no
sólo en extensión (los segundos los triplican en páginas) sino también en
complicaciones narrativas (los primeros son mucho más simples). Pero Pritchett
siempre cumple con algunas características que le garantizan el éxito. En este
sentido, es un justo heredero de la tradición del cuento moderno: aunque no
haya giros narrativos ni sorpresas al final, todo detalle está al servicio del
enrarecimiento del ambiente y de una historia subterránea que emerge en
cuentagotas sobre la superficie del relato. Sin embargo, y a diferencia de
varios epígonos de Chéjov, Pritchett se permite otras virtudes: narradores que
acotan sin juzgar, buenas dosis de ironía (sobre todo en “La belleza de
Camberwell” y “El esqueleto”) y explícitas metáforas descriptivas que se
despegan del mero detallismo simbólico.
En “El Santo”, por ejemplo, el narrador recuerda cómo, cuando era
adolescente, llevó a pasear en bote al líder de su congregación religiosa, una
especie de secta que creía que todo aquello que era malo en el mundo no era
sino un engaño de nuestros sentidos. En ese paseo en bote, el hombre cae al río
y luego, cuando se acuesta al sol (convencido de que no debe cambiarse la ropa
por otra seca, porque la enfermedad y la caída no han existido en realidad) se
llena de un polen producido por la humedad de color amarillo. El narrador lo ve
entonces como un ser dorado, producto de una alquimia accidental: “El hombre es
un santo, pensé. Tan santo como cualquiera de las figuras bañadas en oro de las
iglesias de Sicilia”.
Pritchett también maneja con solvencia el factor tiempo, lo que le permite
alternar entre escenas del presente narrativo, el pasado y el futuro sin
problemas. De esos saltos acotados resultan yuxtaposiciones casi epifánicas.
Esto funciona sobre todo en “Amor ciego” (el mejor cuento del libro), un largo
relato sobre la relación entre un hombre ciego y millonario y su secretaria,
una mujer con una extensa mancha en el torso. Los dos han sido abandonados por
sus parejas debido a sus defectos físicos, pero el narrador (en tercera
persona), lejos de regodearse en lo morboso de la situación, le da vida a esos
defectos en todo su patetismo y en su belleza imposible.
Por un lado, Pritchett enfatiza el hecho común hasta que lo
desnaturaliza. Por otro lado, trata aquello que es extraordinario como si fuera
evidente. Así, un detalle trivial como que la gente en la calle le abra el paso
al hombre ciego se vuelve, en ojos de la secretaria, la primera evidencia de la
carencia de su jefe. Y, al revés, que el hombre ciego pueda decir que ella
viene de jugar al tenis por su olor (“Huelo pelotas de tenis y césped”) aparece
como el dato más normal de todos.
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