CIEN CABEZAS QUE SE USAN - OMAR VIÑOLE
Ed Claridad, 1ra ed., 13.5x18.5 cm, 110 pgs., Bs As. Rústica. 12mo. Sin fecha de edición.
Contenido parcial: Ramón Carcano, Oliverio Girondo, Juan Filloy, Natalio Botana, Alfredo Palacios, Leopoldo Lugones, Nora Lange, Ulises Petit de Murat
A principios del siglo 20 hubo un tipo llamado Omar Viñole, que se caracterizó por dos cosas: escribir libros que nadie entendió y pasearse por los centros urbanos conversando con una vaca.
Viñole se consideraba a sí mismo un escandalizador inteligente, y no estaba tan errado. Casi todos sus libros están saturados de abstracciones y párrafos absurdos, a veces imposibles de entender. Era rebuscado, engreído y en ocasiones sumamente tedioso.
También era un puritano que orillaba el exabrupto. Sobre la gente que va a la playa, Viñole escribió: "estos seres tocados de pensamientos sucios, se amontonan hormigueando y husmeando todo género de estupros psicológicos. Hay que castigarlos, porque se reúnen como en la antigüedad romana, en la isla de los orgasmos."
Otras veces, en cambio, era un autor tan inentendible y soporífero que invitaba no solo a cerrar sus libros, sino también a estamparlos contra la pared. Si este era un efecto deseado por el autor, sólo él lo sabe. Así derrapaba Viñole, aburriendo a sus ocasionales lectores con revoltijos como este: "Reimprimo mi desacuerdo con la historiografía y la historiología de los pueblos, por estar todas ellas sumergidas en la ceguera y el error fundamental y al margen del génesis ideal de la vida de la naturaleza, que es el único bien perfectizable, dentro del trascendentalismo vivible o cognoscible."
Y la perorata podría seguir y seguir, porque Viñole construyó una profusa bibliografía, tan simpática como poco útil, en base a la técnica de hablar sin decir absolutamente nada. Como fuera, algunos lo escucharon: su libro "Apóstoles, canallas y vividores de la vida pública argentina" fue prologado por el gran Soiza Reilly, un orgullo que muchos habrían deseado.
Pero hete aquí que Viñole, que quería enfurecer a medio mundo, tenía su propio némesis, el tipo que era capaz de hacerlo enfurecer a él. El tipo era, cómo no, nuestro inefable Raúl Barón Biza. Barón Biza era escandaloso en su vida, y revulsivo en sus páginas. Con cada gesto altisonante acaparaba la atención como si le pusieran un par mil sobre la cabeza. Y Viñole le lloraba las penas a su vaca.
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